martes, 22 de marzo de 2011

Los Mejores Veranos de mi Jodida Existencia.-





Creo que hay pocas cosas más grandes (al menos en mi vida) que los veranos de la niñez. Esa evocación infantil nos hace viejos, pero nunca he hecho por evitar esa fascinante galaxia rodeada de brumas y emoción, que me lleva de manos de Nostalgia a cierta felicidad, y la consiguiente tristeza, quizás porque ellos también eran más jóvenes y nos brindaron su protección con una querencia sin mesura, y nosotros ahora somos como ellos fueron. Normalmente me dan ganas de beberme hasta el agua de los floreros, pero no por ello me libro de pensar de vez en cuando en aquella vida de la infancia. Y porque fue demasiado bonito y demasiado corto, paradójicamente en una época en la que los días parecían infinitos. Es decir, doloroso. En los veranos de finales de los setenta y principio de los ochenta iban llegando los forasteros (adoro esa jodida palabra), como aves de la migración, diligentes y en hora, en el mercedes blanco o en el 131 supermirafiori, y reintegraban esas sociedades presentes en la última temporada. Sacaban un arsenal de maletas y juguetes de playa del maletero, se ajustaban el pantalón, aspiraban la brisa e iniciaban la temporada. En este momento vislumbro guayaberas y habanos, gorras marineras, espuma y arena, colonias baratas y pantalones cortos, cubos, muchos cubos y muchas casetas de madera en el antiguo paseo marítimo. Y unos cuantos marines norteamericanos jugando en la playa al rugby, bebiendo cerveza y reclamando imprudentes  a las muchachas del pueblo. Y la gente año tras año, cambiaba. Los viejos se hacían más viejos, y se morían, los más pequeños de repente llegaban un año con las sombras de un bigotín, ellas con dos montículos que prometían mucho futuro y mucho esplendor, las muchachas de servicio se pintaban los labios de rojo y llevaban cosméticos de bagatela y baratijas por el cuello para ir a bailar al Number One. Veo el dominó, la botella de manzanilla y los aromas de los habanos. Allí pasaban todo el día los abuelos, debajo de un toldo o en la plazoleta de Virgen del Mar, y de repente en la nueva temporada, había incorporaciones, una silla de ruedas, un andador, un tembleque y una reciente torpeza. Y había ausencias, la gente se iba muriendo y las viejas descargaban el luto en el muro de la Costilla, con sus vestidos oscuros estampados que olían a naftalina y jabón. Veo a una joven con el bombo del penalty y a muchos niños en las rocas de Puntacandor mariscando a lo cutre, buscando cangrejos, camarones y cualquier tesoro oceánico, un caballito de mar o un chipirón arrastrado por la corriente, veo a las niñas púdicas y bellas  que tanto amamos, a las desvergonzadas de COU que fumaban y bebían cubatas mezclados en una botella de dos litros de Coca-cola.
Aspiro y huele a colonia de baño, almendra garrapiñada, helado de chocolate, bodega y langostino a la plancha, y  veo más viejos sentados en los portales de las casas de la calle Charco saludando con un quejío flamenco de cansancio y trago largo, y más adelante veo a los chavales con el bocadillo y la rebeca atada a la cintura, yendo al Royal Cinema a ver El Retorno del Jedi o una de Cantinflas en el Florida (Viendo una de Cantinflas en el Florida, yo toqué mi primera teta con consciencia, una pequeña loma de una tal Eva a la que  perdí la pista). Normalmente, toda teta acariciada en la infancia tiene el destino de quedar perdida para siempre, ella y su propietaria.
El verano de la infancia es inagotable, porque así eran nuestras horas, y nuestro tiempos sin reloj y sin pedófilos en el horizonte. Vivíamos en casa las horas de sueño, y mucho en la playa, en las calles del pueblo y en el puerto marítimo, viendo el regreso del pescador con las doradas plateadas, a reposar en la madrugada de la lonja, aquellas noches de las historias de miedo(http://janpath-broadway.blogspot.com/2010/12/el-santero.html) y el viento crujiendo en plan batalla de Trafalgar. Dios, me bebería un gin-tonic tan a gusto y mataría por volver a oír aquel rompeolas de mi niñez. Como dijo un tal Yoshida (japonés había de ser), el niño perdido llora pero sigue cazando mariposas. He ahí una alegoría de la felicidad intrínseca de la infancia. Ahora nos perdemos un día y buscamos al niño que un día fuimos en aquel verano del sur. Ya no cazamos mariposas ni tesoros del Atlántico.









.

5 comentarios:

  1. y donde eran tus veraneos? que tiempos aquellos de las vacaciones de verano de tres meses.....

    ResponderEliminar
  2. ...has sacado mis últimas sonrisas del día!!Un beso Javier

    ResponderEliminar
  3. Rota (Cádiz), una delicia de balcones al mar que guardan la identidad de pueblo costero, con un casco antiguo bonito y brumoso, al menos para mí. Angélica
    Merci por la sonrisa

    ResponderEliminar
  4. Me ha dejado super triste este post, no sé si por los ecos de la niñez mezclados con la primavera o porque no recuerdo cuándo ni quien me tocó por vez primera una teta
    ains
    besos

    ResponderEliminar