jueves, 16 de diciembre de 2010

El Santero.-


Allá por el ochenta y tantos, yo era un chaval que se dejaba embaucar con facilidad, bastante ingenuo y cándido. Si me contaran entonces que spiderman había tenido problemas con la cocaína antes de dedicarse a super-héroe, podía creerlo fácilmente, o no, contrariar en el sentido de que ese problema lo tenía el Corredor Escarlata, y entrar al juego del vacile de nuestra estúpida edad. Un panoli en toda regla. Muy tonto, posiblemente. Claro, yo no era el único, mis amigos me hacían la competencia, y posiblemente había alguno más lerdo que yo, pero por lo general teníamos todos pocas luces y empezábamos a aprender lenta y torpemente que era eso de la vida (a fin de cuentas, nunca aprendí bien la lección, y todavía no sé bien el concepto). Unos nos aferramos a esa cosa complicada, salada, amarga y dulce de la vida y otros dijeron que aquello no molaba nada, y se fueron a buscar las tablas, pero en aquel momento de los 80, temblábamos todos al mismo tiempo cuando aparecía por allí el Santero. Le veíamos avanzar hacia nosotros como un rufián  con peine en el bolsillo de los jeans ceñidos, y botas de rock&roll, moviéndose como un mafioso gordo con tupé rockero, mirándose la uña del meñique, que se la dejaba larga como un médium de Minnesota algo chulo y chabacano. Se reía como un viejo prematuro y se metía cosas en la boca para escupirlas. Pipas, pedazos de piel seca, trozos de plástico. Era muy fantoche. Le veíamos aparecer, era la víspera del terror. Él lo sabía y sonreía como un títere malévolo, dejando entrever un colmillo negro y algún desperdicio de frutos secos.
Entonces  las noches de verano se acababan con las historias de los chicos mayores que sabían mucho de voces de ultratumba, tableros malditos, psicofonías, misteriosas apariciones, solitarias carreteras con muertos deambulando, chotacabras y profecías. Ahora eso sería impensable, existiendo twenty, facebook y acceso libre y gratuito al porno. Los chavales apenas tienen amigos de carne y hueso, pero cyberneticamente hablando son eminencias. Nosotros éramos la generación del pánico y la risita nerviosa, y Manuel Jesús, el Santero, era el número uno de la narración paranormal. Iker Jiménez, un pobre diablo a su lado. El Santero era vidente, sanador y rockabilly, y hablaba de vez en cuando de sus capacidades, para curar con las manos y atraer a otros entes curativos procedentes de los mundos de los muertos, y sabía mucho de esto. Era muy buen contador de historias, una especie de camello de las crónicas del miedo. Primero nos enganchó con la historia del cortijo maldito, que tenía de todo, pastores fantasmas, alacenas dinámicas, señoritos reencarnados en mulos, codornices locas, revoloteando sobre las cabezas de los Aranguren, poseídas por no sé qué extraña fuerza del mal, regreso de muertos vengativos, cigüeñas malditas, conejos melancólicos con vida interior y espíritus de mujeres de servicio  sufriendo agónicas sobre las suaves sabanas de las camas imperiales. Una variedad de zoo de monstruos, una granja del horror era aquel cortijo del miedo. Luego, ante nuestros nuevos reclamos de la narración paranormal, y sintiéndose seguro de que había adquirido clientela, empezó a cobrar. Veinte duros la hora y lo que quisiera de nuestras pertenencias quiosqueras, coca-cola, patatas fritas, gusanitos, gominolas, etc. El Santero no tenía muchos amigos, porque la gente de su edad no andaba a las diez y media de la noche por la plazoleta de Virgen del Mar. No, estarían por el Route 66 tomando sangría o whisky con coca-cola, o bien haciendo las famosas bebecoas en la playa de la Costilla, allí había alcohol, cosas raras que pedían las muchachas, licor 43, licor de maracuyá, countreau y mucho whisky que era lo que bebían en aquellas épocas los muchachos, y al poco tiempo, nosotros, los muchachos que íbamos detrás. Nuestro brujo rockero era abstemio y probablemente no había probado hembra, pero iba para algo grande en el mundo de la parapsicología, y  sus temas nos interesaron durante una época en la que uno lo quería creer todo, como los periódicos, y teníamos nuestras inquietudes por los laberintos del horror, aquello de las vidas de los muertos, de las apariciones de los abuelos y otra serie de historias en las que el miedo y los ojos bien abiertos  eran lo mismo. Luego había que superar el reto de volver a casa, y cualquier ruido sibilino, cualquier ventana chirriante, cualquier pisada lejana, cualquier tos asmática de anciano, era una circunstancia que nos sobrecogía y cooperaba con nuestros temores. Parecía que todo volvía a la calma al traspasar la puerta de casa y ver a nuestros padres departiendo con sus amigos, entre humos y copas, hábitos de los que más tarde adquirimos propiedad. Luego, dormir se hacía difícil. Vaya banda de valientes.
Me llegan noticias Santero, de que estuviste un tiempo visitando psiquiatras, maldita estampa la tuya ante el loquero, cuando te imaginábamos dando conferencias  de santería en La Habana. Creo que te lo tomaste  en serio, pero tampoco era tan difícil asombrar a unos chavales facilones que siempre te daban crédito. A los catorce dejó de interesarnos la parapsicología, a los quince tomábamos cubatas y leíamos comics de Dieter Lumpen  y a los diceseis solo nos interesaban los smiths, las mujeres y el fútbol. Menuda banda de veletas, no como tú, siempre  fiel amigo de los muertos. Imagino que esas cosas al final tienen premio. Cualquier días te veo en un programa de la tele, de vidente en un 806, o en un late night hablando con Carmina Ordóñez. Yo he visto en la tele a gente hablando con Paquirri, y con Torrebruno. Me alegraré, pero no seré yo quién te llame. Por lo que pueda pasar. Hoy leyendo a Poe, me acordé de ti. El Gato Negro, fuiste tú el primero que me habló de la moraleja del miedo.





2 comentarios:

  1. Uh! Torrebruno!
    Una hemorragia de placer el rato que llevo en tus letras, me quedo un poco más.
    Salud

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