lunes, 27 de diciembre de 2010

Aquel Vidente de su Caída



Sigo con mi austero y personal homenaje a Scott Fitzgerald. Ahora que parece que solo existen Coetze, Vila-Matas y Vargas Llosa, y hay tanto adiestramiento cultural de los Sinde&Co, leo de segundas y salteadamente Suave es la Noche y El Gran Gatsby, por muy seguros que pudieran ser los valores precedentes. Está muy bien eso de la solidaridad colectiva con el escritor de éxito, pero tengo yo ahora una admiración renovada por mis escritores muertos. Y puestos a buscar alguna excusa, el 21 de diciembre se cumplieron 70 años de la muerte de Fitzgerald. Así pues, que corran los líquidos de Macallan. El no lo desestimaría, se había bebido en vida la barrica.
No tuvo los favores de la crítica que habían obtenido sus colegas Hemingway y Faulkner, pero sabía ver más allá de unos tacones, un rolls royce y un club de la Costa Azul. Famoso a los veinte, bello como un Dorian Gray hasta el mismo día de su muerte, amante contradictorio del lujo que tan bien describió su pluma, bebedor empedernido, irresponsable e inmaduro en la vida y excelente y lúcido narrador del desengaño en el amor, los brillos y el sueño americano. Se casó con Zelda Sayre, la más bonita de Alabama, según el propio Fitzgerald, la top girl. No tardaron mucho tiempo en vivir entre el lujo indolente donde se había criado ella, y gracias a la fama de Scott, fueron la pareja de moda en las fiestas y los acontecimientos relevantes, pero muy pronto entre el laberinto de los excesos y el alcohol montaron escenas de severo voltaje dialéctico, y entre  bitch, bastarddrunk, un mal día ella empezó el tour de los sanatorios. Fitzgerald mamaba las botellas y la desgracia, pero su pulso se mantenía ágil. Suave es la Noche pudiera ser un fiel espejismo del alzamiento del amor y el descenso a los infiernos, un reflejo del dolor por ver a la pobre Zelda, esquizofrénica perdida en un sanatorio de Baltimore. La novela narra el ascenso y la caída de Dick Diver, un prometedor psicoanalista, y su mujer, Nicole, también una de sus pacientes. En paralelo, Fitzgerald tuvo que escribir relatos para revistas comerciales y pedir dinero prestado. Había gastado todo el dinero en perder la dignidad, si bien su talento le recuperó la economía, y escribió guiones de cine en Hollywood, una vida que le inspiró al desarrollo de su última obra, inacabada por la muerte prematura, El Último Magnate.
Fitzgerald, aquel hombre que tan bien conoció las luces de neón, las fiestas, las joyas, las mujeres bellas y los mejores acordes del jazz de Armstrong y de "King" Oliver, desgranaba esa vida para luego triturarla, como si fuera vidente de su propia caída. Tal vez algún día caminó como Gatsby entre sus fiestas, lúcido y aparentemente feliz, con una copa en la mano, y las notas de un saxofón en el aire de una cómoda estancia.
Un día se murió de cirrosis, guapísimo en el ataúd, debía tener el hígado feo, atrofiado de tanta borrachera, pero en su cara no parecía haber rastro de los excesos. Pasó por allí Dorothy Parker y sentenció delante de aquel cadáver hermoso:"pobre hijo de puta". Después se lo debieron llevar a Baltimore.

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