sábado, 4 de diciembre de 2010

Delhi.-

La primera vez fue un impacto, y el primer aroma, una mezcla de alcanfor, humedad y lejía. Era el aeropuerto Indira Gandhi, pero olía muy diferente a los aeropuertos de las ciudades anteriores, en las últimas 24 horas, Madrid y Amsterdam, que olían parecido, a ambientador, café y perfume. La segunda vez todo fue igual pero se fue moderando el choque cultural.  Ya no era la primera vez que mis ojos miraban aquello.  Los responsables del Manor nos mandaron un chófer, un sij escuálido de turbante rojo y barba negruzca. Se presentó como Nitin y no paró de sonreír en todo el trayecto, dejando entrever dientes largos y finos. Parecía una ardilla simpática. Hablaba poco inglés. Decía mucho sir, hot y money. Hacía un calor húmedo del carajo, y el tipo sudaba curry, pollo, incienso y col o algo similar. Hice un esfuerzo por percibirlo nítidamente y lo anoté.
- Eres un flipado - dijo ella, riendo.
- De toda la vida


Y empezó la India. Con la sacudida de calor, con la gente y con el tráfico. Tráfico del calibre más caótico que puedan imaginar, en una ciudad desordenada de más de dieciocho millones de habitantes, Delhi. Ruido y tráfico jugaban en la gran ciudad una coexistencia sorprendente, nadie hablaba imprudencias ni escupía la deshonra de la madre. La Gran Vía en hora punta, una tontería. Desconozco el significado de hijoputa en hindi, pero el tipo conducía tranquilo, casi levitando, como una ardilla muy etérea, muy espiritual y muy amable. Daba buen rollo. En otros sitios he visto yo a los taxistas con mucha mala leche por mucho menos. Solo se tocaba el claxon. Los ruidos del tráfico y los ruidos de los niños jugando, saltando o pidiendo, entretejidos con la circulación.  




Llegué al hotel con algo de sueño, pero me llamó el hambre.  Cogí una king-fisher de la nevera, encendí un ventilador y  me tumbé en la cama a beber y comer unas galletas saladas. El cansancio, el calor, la humedad, la vida, pasaban factura. Me reflejaba el espejo de la habitación un tipo sudoroso con sombras, cual si estuviera maquillado con ceras, potingues rejuvenecedores de mala calidad. Mis dedos resbalaban fácilmente  por la piel de la cara. A continuación cogí otra cerveza king-fisher, encendí un cigarrillo y fui a la ventana, y contemplé estupefacto la telaraña de la red eléctrica. No parecía real que al otro lado de la valla del Manor pudiera haber luz. Bajo los cables, los niños cuidaban los tenderetes, y de repente empezó a llover con la fiereza titánica, rajastánica. Pensé en la lluvia como un remanso de paz, un oasis de serenidad en mitad del caos. Y traté  de dormir.
Luego llegó la mañana. Nos hicieron huevos fritos con bacon, jugo de mango y café con leche. María se fue a negociar en una fábrica textil y yo a investigar y comprar por Janpath y Chadni Chowk. La gente invadía las calles, que a su vez eran invadidas por ricksaws, coches y alguna vaca desorientada. Al chofer no parecía importunarle, a pesar de que conducir en tales condiciones puede suponer un ejercicio de imaginación psicótica, con los niños saltimbanquis sorteando el tráfico buscando la moneda tras los cristales del Tata y el Toyota, y algún viejo tambaleándose en la bicicleta buscando un equilibrio que lograba alcanzar, y parecía asunto de los dioses. Qué país. Pintoresco es nada. Pura tragicomedia de miseria y alegría. Hasta los monos te evaluaban, y parecían adivinar la condición forastera. Me perdí por la  India. Por decisión propia, me dejé engullir por Chandy Chowk, viejo Delhi, India profunda. Allí había una sonrisa natural, transparente, que siempre sale bien en la fotografía. Valía una toma para tener la sonrisa perfecta. Pero al ser una tragicomedia en estado puro, tras la sonrisa a menudo se pueden descubrir a famélicos tirados en la calle, perros enfermos, hombres amputados mendigando una lástima infernal, imposible, imposible de soportar. Entonces algún día son palabras muy gastadas por la humanidad como dijo Nicolás de Vinarés. Algún día las cosas cambiarán, es una frase que no hace más que reafirmar una realidad aplastante. De repente estaba ya perdido, buscando la salida entre los callejones estrechos de Chandy,  callejuelas inmundas soleadas con una ferocidad incómoda e insalubre. Había que buscar una sombra balsámica, desde donde se veía el sol sobre toda aquella polución, el sol escudándose tras las fachadas y golpeando a la gente. Como si no tuvieran bastante. Son los humanos más inmunes del planeta decía un amigo. Había un hedor acre, sofocante, corrosivo, abrumador que se adhería a la piel y parecía anular los sentidos. Flotaban densos en el ambiente  humos de los inciensos, gases putrefactos, aire inmundo de orines y aguas fecales. Nadie salvo algún occidental alemán buscando salidas en mitad del laberinto hacía mueca de repugnancia. Yo tampoco lograba encontrar salidas. De repente creí estar en lo peor de lo peor. Me escrutan algunos hindúes como si apenas hubieran visto hombres blancos en su vida al tiempo que examino  la desoladora escena de los perros carcomidos por la sarna masticando excrementos de vacas, y cierta y extraña búsqueda entre la basura de unos niños aparentemente felices. La vida fluye rara, tal vez al revés. Es una vida imposible. Los ojos pétreos de los hindúes estudiaban mis movimientos, pero creo entender que no pensaban, sus pensamientos parecían congelados en simas tan profundas como sus miradas, una variante de la mirada de la miseria, grave, severa, a la par que reprochadora y silenciosa. Ausente de miedos, pues nada tiene que temer quien todo lo perdió o nunca tuvo. Por un momento pensé en mí como un intruso que les estaba faltando el respeto, paseante entre miseria con un cariz temático en mis pasos. Como aquel que se introduce en un documental ajeno y miserable, y una vez realizadas las observaciones marcha al Imperial Hotel a tomar una cerveza y reanuda sus miradas en las bellas camareras orientales de la terraza de los bambúes, pero antes ha estado entrometido en la vida de los otros sin una razón de peso para hacerlo, más que la mera curiosidad. Y el negocio de las mercaderías. Me fui al coche. Antes vi a unos franceses tomar una ricksaw del modelo bicicleta llevada por un muchacho flaco que no había llegado a hombre. Miré con disgusto y reproche a los franceses. Ellos reían como hienas occidentales. Iban a emprender la exótica aventura y les hacía gracia. Qué ridículos, pensé. Qué hijos de puta, dije en voz baja. Las fibras de los gemelos iniciaron el primer movimiento y me pareció que iba a rasgar la piel, pero fue avanzando entre gemidos, y los franceses aplaudieron, los muy idiotas.



En Delhi los sentidos despiertan: los colores vivos, los olores fuertes, y las imágenes únicas, imposibles. Un tipo duerme la siesta en cuclillas, pero se entera de todo mientras bebe un líquido amarillo humeante. Otro cruza la amplia avenida de Conaught Place casi levitando, ignorando los coches, desafiando la muerte sin el más mínimo espasmo, tranquilo y sabio como un maestro espiritual (siendo India un país que se desangra en la carretera, con más de 100.000 muertos al año), un mercader parece un gitano de Cádiz  contando los billetes (a veces no estamos tan lejos), otro hace malabares sobre su tenderete. Una vez, un chófer contratado para todo el día se me hizo el borracho, como broma, cuando fui a su encuentro en Janpath, ante mi asombro, pues le vi mamado de licor infame, me llevó de vuelta riendo como un conejo estridente. Casi le hubiera preferido borracho, pero no, estaba sereno, eléctrico y nervioso como un niño en deshoras. Otro tipo le echaba una carrera a un avión. Una mujer fumaba unas yerbas y le hablaba a las piedras. Todo posible y todo imposible, todo ya inventado y nuevo para mí. Por ello, siempre he intentado andar como si estuviera por mi casa, haciendo desaparecer mi conciencia de extranjero, para sumergirme con más realismo en un mundo de tantas posibilidades. Yo voy metido en una kurta roja, llevo chanchas, bebo una King-fisher por la calle, miro y hablo solo.
















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