miércoles, 22 de diciembre de 2010

Fitzgerald, el Vacío y Gatsby.-







“Y así vamos, adelante, botes que reman contra la corriente, incensantemente arrastrados hacia el pasado" Scott Fitzgerald (El Gran Gatsby)

Pocas veces me aventuro a recomendar una novela, salvo que tenga muy definida la identidad de mi amigo el lector, y aún así de vez en cuando mi recomendación se convierte en frustración para mi colega, que no ha soportado ni los líos del Brooklyn de Auster, ni las llamadas telefónicas de Bolaño, ni la revolución pequeña de Aparicio Belmonte. Quién me manda.  Ésa no era su novela, no era para él. El colega también falla a menudo conmigo, ni me va el amor infinito al padre muerto de Abad Faciolince, ni los rencores de Rosario Tijeras, ni el corazón blanquísimo de Marías. No obstante, hace unos años alguien tuvo la idea de recomendarme El Gran Gatsby, y dio de lleno en plena linea de flotación.  Devorada como pocas novelas he devorado en mi vida, llegando incluso a eso de la relectura, que tan pocas veces he ejercitado, porque la novela era uno de esos manjares que nunca sacia, y yo siempre quiero repetir, percebe de Muxia. Y la tomaba en segundas  por cualquiera de sus páginas, y nada había de  desperdicio. Seguía teniendo sabor. Aquella novela del amor y el sueño americano decía mucho en un recorrido que iba llevando al vacío, el desengaño de la gente honorable. A la par me interesó mucho la vida de su autor, Scott Fitzgerald, que sabía mucho del fracaso humano y correlativamente de Gatsby porque lo llevaba grabado a fuego en la piel. 
La novela se publicó en 1925, allá cuando llegaron al mundo Celia Cruz y Jack Lemmon, se publicaba en Berlín el libro de Hitler, Mi Lucha (Mein Kampf) y nombraron jefe del tercio de Marruecos a Franco. Fue por tanto aquel 1925 que nos trajó un imprescindible de la literatura, un buen año para el tirano, para el cine y para la salsa. Pero en Nueva York era la prodigiosa época del jazz, el swing, los buenos licores y las grandes fiestas, y por allí aparece un tipo de nombre Jay Gatsby persiguiendo el amor inalcanzable de su juventud, Daisy, una de esas muchachas rubias, bellas y mimadas en mitad de la opulencia de la clase alta norteamericana. Y el tipo se da al cometido de penetrar en su círculo social, no como un hombre de clase media-baja del Oeste, sino como un hombre rico. Lo logrará y conocerá la mentira de los ricos, las fiestas vacías de la abundancia y el jazz. El propio Gatsby ha adquirido los recursos para hacer fiestas privadas en su casa, de sobra exbuerantes para impresionar a esos invitados de nivel, y para dignificarse ante la amada Daisy. La novela habla de perseverancia y de sueños, del amor incondicional como instrumento para abandonar la mediocridad del Oeste, de una sociedad frívola sin escrúpulos generada por papá millonetti, que goza la apetencia en el momento elegido, se sacia rápido y se cansa pronto. La orgía del consumo, el hastío de la alta sociedad neoyorquina. Para Gatsby será una lucha difícil, la victoria del dinero que lleva implícita una derrota personal. Gatsby era un preludio de Fitzgerald, que tan bien había narrado la angustia de la gente digna, una vez logrado el sueño americano, y utilizó a Gatsby para asomar sus rencores. Era un novel de la clase alta que nunca aprendió a jugar como ellos y se bebía sus botellas en mitad de la adulación, un tipo que paseaba en las fiestas como Gatsby, con una sonrisa decente, un whisky en la mano y el corazón a mil. Tenía la certeza de la caída. Sin querer aventurar demasiado el argumento, El Gran Gatsby, habla de la repugnancia de la buena vida, cuando uno se adentra en las banalidades de lo superficial y observa a los ricos viviendo entre el champán, los chismes, las fiestas y la crueldad. Y para ello, hay que estar preparado. Gatsby, capaz de ser el rey del mambo, y a la vez el más desgraciado de la ciudad, al igual que Fitzgerald, camina entre el poder mientras se tambalea su existencia. No lo piensen, comprénla.
Brindemos por él, esta navidad, aquel hombre que tan magistralmente narró el vacío de una época, la novela de la nada de los años 20. Aquel hombre que se veía feliz justo en el momento antes de estar demasiado borracho.



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