viernes, 10 de diciembre de 2010

Madrid no revienta el amor.-



Madrid ha venido siendo durante muchos años una casa comuna que admite a todo hijo de vecino, esa capital que tanto recibe caricias como golpes. Ella responde de la misma manera, suave y a hostias. Madrid la ha ido haciendo la gente. Una especie de  fragata cada vez menos castiza en la que cada uno corre su suerte, la ciudad que recluta a todo aquel que quiera alistarse, una nave cosmopolita donde se han enrolado desde senegaleses hasta noruegos, el gran buque donde se comen arepas con huevo, ojo de bife y cocido madrileño. Donde se alista el malo, el truhán, el asesino, el bueno, la guapa y el feo. Fértil y generosa con la cultura, bastante más que otras capitales demasiado frías y demasiado modernas. Existió el Madrid de Tony Leblanc, aquel Madrid de Los Tramposos, Las Chicas de la Cruz Roja y El Tigre de Chamberí, pero de ello queda poco, y su terreno lo fueron acaparando la mafia rumana, los mendigos lisiados de Sol y los chicos de las ONG que te asaltan en las inmediaciones del FNAC de Callao. Y tantas otras cosas. Yo, el Madrid de Leblanc y sus secuaces, solo puedo imaginármelo o verlo en las películas, que siempre me han parecido entrañables, pero pienso que este Madrid de 2010 tiene más luz, es más justo y vuela más alto, por mucho mafioso rumano o proxeneta de Montera que nos quiera aguar la calidad de vida. Al mismo tiempo, creo entender que se ha perdido la chulería castiza y se ganado mucho en mala hostia, maneras bajunas y mala educación. Tampoco creo en algunos tópicos de la ciudad, a modo de ejemplo: Ni Chueca  es el barrio ideal y cool de construcción gay, ni la panacea del buen gusto, y sí uno de los barrios más sucios de la ciudad, con más afters por metro cuadrado, droga y delincuencia. Ni Lavapiés es el referente de la integración cultural y la convivencia racial, y sí a veces un vividero de palizas y conflictos. A Madrid le faltan maneras, igual que al mundo. No obstante, caminar por Opera, Latina, Huertas o Sol me sigue pareciendo una amena experiencia, y lo sigo gozando pese a haberlo adquirido como hábito. Pienso en mis rincones de Madrid, mientras camino a las nueve de la mañana de un sabado por la calle Hortaleza. Hay travestis puestos hastas las trancas de cocaína o cualquier mierda psicodélica, mendigos alcoholizados en procesión a algún lugar  donde dan café y bocadillos, chaperos expectantes y par de hombres maduros frotándose y metiéndose la lengua hasta dentro en la parada del autobus, donde la señora octogenaria mira para otro lado. Me da igual su condición, pero ante esa exhibición de magreo frente a la vieja siento grima y un poco de repulsión. No tanto por la moralidad, sino por asuntos de estética. Tienen muchos pelos ahí los dos como para hacer un preámbulo de pornografía cutre en plena calle de Hortaleza. Sigo adelante y observo vómitos en la puerta de mi local y una caca de perro. Blasfemo a los muertos y la madre, y desinfecto con medio litro de lejía. Entonces me veo a mí haciendo el cafre en algún portal cuando tenía diecisiete años, y me recuerdo en algún parque de Cádiz sentado con mi novia buscándole la boca y el cuello, y las manos, riendo con un par de cervezas bien frías antes de sentir la recriminación de uno gordo que cuidaba el parque, medio agitanado, que llevaba porra y todo. <<Aire, a tomar por culo de aquí, guarros>>, nos dijo porque sí, sin motivo aparente, y nos fuimos, y mi chica se quedó como deshonrada y yo ofendido, y pensando en el porqué, sin valor para contrariar al gitano. <<Y rápido>>, concluyó. Retrocedo, aunque no reniego de seguir considerando la escena de los dos hombres y la vieja de los Alcántara, como grotesca, retrocedo porque no está mal este Madrid donde la gente se puede besar en la calle, sin guardias de seguridad ni policías arrogantes. Aquel parque ahora lo van arruinando los yonkis. Al menos ahora Madrid no revienta el amor.  Que se metan la lengua hasta dentro y que llegue pronto el autobús para que abandone la vieja.

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