miércoles, 31 de agosto de 2011

Suave es la Noche.-


Le había visto antes vagando por la calle Hortaleza, por Fuencarral, envuelto en harapos, con barba sucia de tres o cuatro semanas y fumando a la manera burguesa de placer e indolencia, quizás como el más guapo y bien plantao de la indigencia madrileña. Tenía esos ojos verdes fulgurosos de los antiguos oligarcas y cierto flirteo con el mundo en los andares de esa bohemia de antes. De antes de que la palmara Fitzgerald, quiero decir, porque a mí me recordó a aquel novelista que deslizó su languidez entre el jazz y la ginebra, o que se había parecido a él en cierto momento de su vida, cuando tomó una ducha, se enjabonó y bebió unos licores oyendo los acordes de King Oliver. Se habría bebido hasta el agua de los floreros. Tenía ese aire culto y de haber sido más guapo que un adonis, igual que Fitzgerald. Pero iba hecho una piltrafa.  Un andrajoso con categoría. No me pidió limosna al estilo cualquier cosa me vale y no tengo donde caerme muerto. Me pidió diez euros y dijo que se alegraba de verme, porque habíamos coincidido otra vez en el Lateral de Fuencarral. Le di un euro y unas monedas sueltas, y le dije que se cuidara. Curiosamente no era un mendigo molesto, uno se dignaba a escucharle sin esfuerzo.( Lo digo porque en cierta ocasión un mendigo me tiró cincuenta céntimos en monedas de cinco  a la cara; no era bueno el botín). Pero mi amigo indigente tenía mucha más clase que cualquier director de la Caixa en un BMW y que cualquier homeless malcarado. Luego, al cabo de un tiempo, le vi hablando con la cristalera del Areia en la calle Hortaleza. Iba muy pasado, pero hablaba con una nitidez de catedrático. Cosas de sociedad, gente, burocracia y talento. Hacía calor, no obstante llevaba abrigo y una lata de San Miguel para aseverar a esa especie de tragaluz que cobijaba el Areia. Drogado, borracho, loco, pero seguía siendo el seductor de los jirones. Tenía una voz envolvente, muy estéreo y tremendamente cristalina. No creo que me conociera, ni yo hice por identificarme. Le dejé con su canción, y su demencia. Justo le volví a ver, hará cosa de un año, en la puerta del local Divisa de Hortaleza 102, donde me encuentro ahora mismo, tal día como hoy a estas horas, las siete de la tarde. Iba hecho un pincel: barba perfectamente arreglada de una semana, pelo limpio y peinado con raya a la derecha, y ese look al estilo marinero borbónico de pantalón de color y polo deportivo. No tardé en identificarle. Un Fitzgerald de unos cuarenta años. Estaba radiante, y me soltó un rollo de regatas, veleros y un campeonato de España, que no me disgusta con cierta dosis, pero me aburría un poco. Solo hablaba él. Seguía loco, un poco tarado, seguro. Juraría que me cargó ese empalago de vagabundo reconvertido a pijo naútico. Un brazo de mar. Aquel día no me pidió dinero, en todo caso, más bien parecía que venía a darme pasta a  mí o a hablarme de un negocio fardón. En invierno estaba igual que antes, vagando por la plaza de Chueca, en plan loco, el dandi de la indigencia. Eso sí, sin vino de cartón, con su botellita de Rioja. Me pregunto de qué va la película, y me acuerdo de Tender is the Night, aquella novela de Fitzgerald, que era la historia de su propia tragedia.  Porque la vida se mueve más que el carrusel de un hamster.

lunes, 22 de agosto de 2011

La Proa y la Cala.-



Todo el mundo sabe que es mucho mejor fondear en una cala espectacular que atracar en un puerto marítimo, que viene a ser una especie de water flotante lleno de peces comemierda. Primero me zambullía en el mediterráneo, para ir rescatando la vida y matar la modorra del amanecer. Bueno, quizás también aprovechaba para mear. Desayunaba café con leche, tostadas y zumo de naranja, hacía mi inmersión y me dedicaba a no pensar en nada y buscar alguna reliquia de los mares: quiero decir que hago snorkel, o buceo libre, o como coño lo quieran llamar, digamos, submarinismo a lo cutre, unas aletas, unas gafas, un tubo, y un colega con ganas de  relajarse en esa especie de quietud radiante que es la suspensión bajo el mar. No vi mucho,  pero tampoco pienso que sean los mares, océanos desérticos: muchos sargos, bastantes agujas, tres rayas, unos cuantos lenguados camuflados en las arenas y peces de colores chillones, azul eléctrico y verde fosforito. Más o menos lo mismo, día tras otro. Molaba bastante, pero busqué morenas y pulpos entre las cuevas y había bastante terreno despejado de fauna. Curiosamente la tierra está plagada de murénidos y cefalópodos. En el mar, la tendencia es el olvido, una especie de amnesia de la mierda que nos invade. Luego navegábamos a vela. Es cierto que un catamarán no se escora tanto como un velero monocasco, pero también tenía sus inclinaciones, bifurcadas por el viento y las olas, acojonante para el que suscribe, que se confiesa suicida de la proa. Pues eso, hacer algo para poner proa al viento, izar la mayor, tomar los rizos, y aferrarme a las barras que sujetan el soporte de la vela génova, que viene a ser el límite de la proa, el lugar donde te calas absolutamente, se sienten los golpes y los saltos del barco y las olas te bañan con loores de filones orgásmicos. No sé, debe ser algo en paralelo al cielo ese del que hablan los papistas de Madrid. El edén, la bóveda celeste inmersa en un tajamar de catamarán. Ganarse la proa para la vida eterna. 
Todo el mundo sabe que la vida se parece más a un puerto marítimo que a un ensenada natural, y que viajamos en popa, amigos, en la tierra, no nos queda otra que la popa. La marejada burocrática que sacude nuestra posición en proa nos arrastra a esa bovedilla que es la patria. ¡¡Que paren la tierra, yo me bajo!! Pues eso, en el mar, al menos, en condición amateur, uno puede decidir que quiere proa y cala. 



lunes, 1 de agosto de 2011

De Putas.-


Pues que les voy a decir, tampoco me parece una tragedia lo de ser puta, en sentido generalizado. Como tampoco sería un dramón ser peón de la construcción, salvo que la explotación radique en una aldea china fronteriza con Mongolia, o en la misma Somalia. Otra cosa serían las mafias, las niñas, la explotación y un puñado de esclavas sexuales trabajando por un puñadito de dólares. A mí la calle Montera me da mucha grima. Las putas son más tristes que guapas, se gastan una innecesaria crueldad entre ellas mismas y se exhiben como escaparates de carne mustia y miseria real. Algunas son casi viejas, otras son casi niñas, y ninguna parece disfrutar vendiéndose. Creo que sienten el acecho, ese espionaje proxeneta que es cualquier fulano saliendo de las salas de ludopatía de aquel entorno de puterío cutre. En contraposición a la hipótesis de que ser puta callejera es una tremenda putada, mi teoría es que ser puta de lujo, o profesional, o prostituta de high standing, puede estar bastante bien. Que si una se quiere hacer jamón de bellota y cobrarlo bien, que lo cobre. Y el Ménage à trois a precio de bogavante gallego, claro está. Me parece bien. Por tanto, no es tanto la prostitución en sentido dramático, sino que habría que buscar la tragedia en las condiciones del ejercicio, derivadas del flujo migratorio del Este de Europa o de las más míseras de las Áfricas existentes.
Hasta cierto momento de la vida, la prostitución tuvo su dignidad, y su prestigio, cómo iba a carecer de reputación el oficio más arcaico de todos los tiempos, si hasta las pinturas rupestres nos han dado los vestigios de la existencia de putas en la prehistoria. Luego llegó San Jerónimo, y empezó con ese cuento inmoral e impúdico de que las prostitutas se entregaban al vicio de los pecadores de la carne. Y San Pablo, y todo se fue desviando a la depravación y la lujuria como trenes de alta velocidad con destino al Infierno. Aparecen las tinieblas y las llamaradas y las putas empiezan a ser malas. A la hoguera. 
Pero han tenido y tienen su destino social. Mucho necesitado y mucho vicioso, y mucha felicidad artificial pagada. Y mucho que aguantar, claro, esa es otra, desdentados, cocainómanos, borrachos, niñatos llorones. Ser puta tiene su precio, claro que sí. Pues eso, a pasar por caja, y a mirar un poco a Holanda, para regular, y hacer limpieza, no necesariamente de putas, sino de proxenetas y malparidos. Me parece.