jueves, 6 de diciembre de 2012

Acabar en las Vías (2).-

Una vez más y por siempre, yo no era Sidi Abdallahi, pero aún así la policía no otorgó conformidad a primera vista y me hizo un lacónico reconocimiento visual. Apuré el café y la tostada. Me fui al supermercado.
En el Día de la calle Barceló, un negro que bien podría ser mauritano y no vende La Farola, ni es dealer, ni vendedor de cachivaches africanos, sino un mendigo sin ninguna convicción islamista, más que la pura supervivencia diaria me abre la puerta al entrar y sé que lo hará al salir, aunque él sea un negro sin retorno, sin gloria ganada y sin migración al cielo. Una mano al picaporte, la otra al dinero. La segunda le falla.
Hay tres cajeras, tres míseros sueldos, un negro como todo Día que se precie y demasiada gente. De Malasaña y Chueca porque este Día es fronterizo y hetero-gay;  y tiene urgencias como todos los supermercados del centro de Madrid; así verían ustedes la diligencia con el elástico del tanga a la vista, el i-phone a la oreja y los leggins diciendo la verdad y marcándolo todo, todo, todo. Yo he  comprado bastante porque no me gusta volver; me resulta depresiva la ignorancia a las chicas suramericanas y tanta premura ante tanta tristeza ecuatoriana y esa sensación de gasto para supervivencia o racionamiento que tiene el desafecto del  Dia´s World. No es que sea yo muy snob sino que tiendo a evitar el dolor en la medida de lo posible.
Llevo salchichas de Oscar Mayer y naranjas; y más vainas, yogures, leche, plátanos, salsa de tomate y un mundo de carbohidratos. Mi precedente en la cola es la chica con el elástico de las bragas en la rabadilla, y me pide que vigile su compra porque se siente ella olvidadiza y cada vez que regresa, fiscalizo su cupo, ciertamente acojonado, porque una chica con las bragas fuera de sitio, un dragón asomando y el pelo negro relamido en una cola de caballo tiene su peligro, créanme. Es una compradora indolente, mientras a mí esta profesionalidad en la compra sigue haciéndome daño; no me divierto.
Pongo mi compra sobre la cinta, con esa educación connatural que yo gasto en los supermercados, sutil, cobarde y buenos días; estimo tres bolsas. Cuarenta y nueve con sesenta y tres. Cincuenta y cambio. 
Ahora la puerta y  he ahí el rostro bereber, los cara negra cerosa, los ojos pajizos y unos cuantos dientes amarillentos. Por una vez le dejo caer el cambio, no sé muy bien si porque me desborda una mano filantrópica o por pura comodidad de librar la calderilla. No lo descifro de primeras. El negro sonríe con una franqueza insólita, de otro mundo.
Camino por la calle Barceló, dirección Fuencarral. Las bolsas pesan. Parada en la esquina con Travesía de San Mateo. Aparecen Belén y Sidi. 
Belén confirma mis sospechas. Está de mala hostia, de muy mal humor. Ella cree que la vida gravita sobre lo excesivo, es decir que necesita llorar, enfadarse, dar voces para encontrar la calma. Y yo sé que todo es debido a la extravagancia o cosmopolitismo del capítulo precedente. No solo los platos asumen la culpa, también el autobús. En el metro, en los autobuses de línea siempre se ha sufrido mucho. Odia a esas viejas que entran avasallando y dejan la rodilla maltrecha en la cara de Sidi, odia a los niñatos adolescentes con los auriculares retro que golpean su anillo grunge de plata contra la barra metálica y odia cualquier conversación banal de la gente libre de Madrid; comemos en el Lateral y tomamos una copa en La Realidad, por pura envida e incapacidad, ese tipo de cosas prohibidas para Belén, ni siquiera clandestinas. Le digo que la salvación no está en cambiar de vagón o de autobús, pues los cambios demandan exigencias sobre la cota de la irritación, por mucho que el cambio sea una ley de la vida. 
Qué me estás contando. Nada, Belén, nada. Sidi ha recuperado fuerzas en el Centro de Salud y le da patadas a un pivote de Fuencarral. Me apetece gente libre y conversación fútil. Un poco de frivolidad en la Navidad mola, había leído en el cartel de una tienda de la calle Hortaleza. La cuestión es que si uno cambia mucho de vagón puede acabar en las vías, pero eso ya no importa. 






7 comentarios:

  1. Cada vez me gustan más esas historias....

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  2. Excelente , cada día me gustan mas tus relatos y te superas . Besos . Nena

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  3. Eres impresionante. Quiero montar una editorial y editarte solo a ti. Ya lo sabes. :)

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  4. Me desbordáis amigas, sois tan adorables...

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  5. Me apuntaríais a esa botella, quiero decir de cristal?
    Esta realidad tuya, Javier, está contada con realismo(valga la r...)Aquí es donde te desenvuelves mejor, relatando el día a día de forma precisa y con cierto aspecto diferenciador; me gusta
    Un gesto negro tiene "recompensa" calderillera. Un buen gesto por tu parte aunque no seamos partícipes de eso pues ya sabemos que fomenta lo qué fomenta. Pero también el estado, el gobierno, fomenta la economía sumergida y nadie se lo impide. Es imposible.
    Un estupendo relato del centro; me voy al otro.
    De Beato Darzádegos
    Breves saludos
    Deica

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  6. Of course, descorcha, ja.
    Sí, la economía sumergida de la supervivencia.
    Abz

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