
Sí, el viernes acabé en Comisaría. Los acontecimientos se desarrollaron de manera imprevisible, y por ese arranque repentino de mi indómito carácter acabé donde no deseaba, frente al poli cíclope y pedante de Rafael Calvo. Llega un tío a Divisa Hortaleza y me pregunta acerca de mi afición a leer. Primero el maldito buenos días caballero, que me desdobla hacia Hyde. Luego: Se nota que te gusta leer, soy del Círculo de Lectores, y tengo una buena oferta para ti, y tal, y tal. Y se me fue la mano, le calibré en un par de segundos su cara rechoncha y su dorso raquítico, le dije que no volviera a entrever mis devociones por la literatura, y como se río como una hiena nerviosa, le pegué un derechazo a lo Cassius Clay, y le rompí la mandíbula. Por exceso entró una vieja con un bastón rezumando caridad por el comercial, y tomé con violencia aquel garrote de metal y destellos pajizos, y se lo estampé al famélico vendedor en la rabadilla. La vieja empezó a gritar que le había roto el espinazo, y no me importó mucho que me llamara animal y zoquete (me hizo mucha gracia este ultraje tan arcaico). Señora, váyase de aquí, a usted no le concierne nada, le dije. En cero coma entró la policía, me esposó y me llevó a Rafael Calvo. Luego me torturaron con electroshocks, incluidas descargas en los huevos, me drogaron, me fustigaron con una pértiga de metal, y me dejaron medio muerto en un rincón del calabozo. Creo que no lo he pasado peor en mi vida. Pero en fin, ya me voy recuperando y gano en serenidad, y del suero he pasado al jamón ibérico y unos yogures muy malos, macrobióticos de soja y vitaminas. El caso lo está llevando Javier Saavedra, y estamos alegando intromisión a la intimidad, intento de agresión por parte del comercial y maltrato policial. Ganamos, ya lo creo, y además voy a sacar un dinerito extra y hasta estoy pensando sacarme unas acciones en el Círculo de Lectores. Luego me desperté con una jarra de agua helada. Así es amigos, no me odiéis, todavía no soy esquizofrénico y me desdoblo con poca asiduidad. En fin, fui a la comisaria porque una señorita (quería decir alimaña) se está dedicando a robar zapatos bonitos de la 37, un día sí y al otro si me apetece también, y como a las aseguradoras les gustan tanto las denuncias, me la reclaman sin la mínima incertidumbre, para la cobertura. Las comisarías son lugares inconfundiblemente sombríos y a la vez lunáticos, por un lado la gente que requiere algo de estos cuartelillos está triste, diría que ponemos un pie ahí y parecemos enfermos de la tragedia, se nos pone cara de Enrique Urquijo, y nos falta un boli para hacer un poema de amargura, y por otro lado, los polis están o bien de sorna al modo gendarme por encima del bien y del mal, o bien indolentes frente a la adversidad de la pobre gente. Y además hablan raro, al menos para mí ha sido insólito. Expresiones al uso: qué te vaya turbo (a uno que se piraba), todo turbo? (un inspector o similar), a qué te bufo (dos jovenes bromeando), y luego uno le llamó a otro McCallan. Y entre turbos y vocablos escoceses, llegó mi turno. No era una poli dura, era bonita, afectiva y ciertamente encantadora, no tan borde como las de El Comisario, y le fui contando la sucesión cronológica de los hechos, que no daban para mucho, más allá de una sustracción. Todo correcto y charla distendida sobre el hurto en aquel vergel maravilloso de la Comisaría de Rafael Calvo. Y de repente se heló el ambiente. Entró un hombre con acento de Suramérica y era la primera vez que oía en una comisaria la palabra asesinato, la palabra hijo y la palabra Venezuela. El policía, al hilo del teléfono (llamaba a no sé quién para hablar de unos documentos tras el asesinato) aspiró con vehemencia, y el papá de Caracas mantenía una calma tensa y una mirada aplastada de simas melancólicas y húmedas . La guapa respiró con un asombro sereno, y me dio la denuncia para firmar. Durante unos minutos solo veía al hijo muerto, y a mí, y a mi infancia, y los polis empezaron a tener el turbo decaído.