jueves, 18 de abril de 2013

See You Later (21).-

Matusalén acudió al dealer del anticuario buscando un reloj de bolsillo con caja grabada de motivos de caza, quizá un pointer inglés galopando o un cazador con su presa, de Von Sandrart. No tengo una razón especial pero nunca me han gustado ni los motivos ni la estética de la caza del zorro, y Portobello está plagado de zorros, me comenta mientras tomamos café con leche en el apartamento de Harrow. A cambio ha traído tres muchachas muy derrotadas y muy lindas (mucho más que terroríficas) que son unas muñecas calvas que le miraban extrañamente felices desde el holocausto de una caja de madera, como si estuvieran en la quietud de un limbo donde no es necesario comer, ni beber, ni pagar impuestos, ni follar, ni instruir la venganza, solo mirar desde la más ortodoxa de las inocencias, inmunes a la violencia y a nuestra mísera vida terrenal. En síntesis, unas bonitas muñecas en babia. Además Matusalén trae una mancha amoratada en el centro de la diana del pómulo derecho. Dice que se golpeó con el cartel de un bazar de chinos en Kensington Park y se levanta a vaciar la cafetera sobre su taza. No deja de contrariarme el hecho de que en Kensington Park solo hay restaurantes, casas y tiendas de lujo, y a la vez siento cierta molestia por que un tipo medianamente inteligente se tenga que dar una hostia con una placa metálica de los chinos o lo instrumente para disuadir la atención de los hechos reales ¿Y tú vas de Serpico colega?
Tal como acordamos, anteponemos los mercados a los museos (incluso visitar cero galerías, pinacotecas, museos arqueológicos, etc)  y estamos en Bermondsey Market. Hay cosas que brillan mucho, y yo tengo la tendencia a mirar los objetos dorados, aunque no llevo un ápice de oro sobre mi piel y no soy calé ni urraca, pero me gusta; le encuentro placer a la vida destellante, mirarla desde fuera y valorar los huevos que hay que tener para colocarle a un niño gitano de dos años un chupete amarillo con cadena de oro y un cristo de Medinaceli. Por eso también me desbordan los gitanos de Londres, no son muy diferentes de los canis de Parla. Los miro a través de la cristalera del Mc´donalds con su M amarilla, y pienso en el oro como en el poder, el oro rigiendo el Sistema Monetario Internacional, el oro de la princesa del barrio, el oro del polígono para ser un príncipe del hampa, el rey del bloque de protección oficial; el oro de los gitanos de Londres con la camiseta del Arsenal comiendo dieciocho big mac con patatas, alitas y coca-cola de la grande. Trozos de carne picada y lechuga quedan atrapados ente la parte incisiva y dorada de la dentadura, un par de niños enseñan la comida y eructan con avidez de adulto cerdo. Todos ríen y exaltan la epopeya de los gypsy boys. A Matusalén le hace gracia. Hijoputa el niño, se limita a decir, a mí me provoca toda la curiosidad del mundo ver la fiereza de los estómagos de los críos; podría estar un cuarto de hora mirando esa basura, y tantas otras. Escribo en mi cuaderno: la espontaneidad puede ser el salvoconducto de la mala educación; putos niños. Dejamos atrás la romería anglosajona.
Vamos por Oxford Street. A indagar por la aureola de las cosas de los escaparates, toda la mercadería luminosa que nos atrapa por unas hechuras que pierden valor en nuestras manos. Cuánto valor pierden las cosas poseídas, le digo a Matusalén.  Nos vamos de viaje a cualquier rincón exótico del mundo y nos sentimos embaucados por lo estrafalario, precisamente ahora que en Madrid se puede comprar lo mismo que en El Cairo. Pero nos dedicamos a comprar, para petar los aviones, para regalar algo a nuestra gente, que ya habían comprado esa alfombra étnica del Rajastán en el Zara Home de Princesa.
Resumiendo, los cachivaches casi siempre son un flechazo a primera vista, y están ahí, hechos y colocados para la codicia y las aspiraciones de posesión. Son un affair inesperado y erróneo de discoteca a las cuatro de la mañana. Los cachivaches acaban siendo invisibles, como aquellas castas marginales de la India. Los cachivaches quedan olvidados en un rincón, llenos de polvo, expuestos al maltrato de un niño pequeño, y a la invisibilidad, en la escena de nuestro museo doméstico. Y luego, nosotros en plan Hamlet mirando una muñeca calva, dice Matusalén, todo metafísico, preguntándole algo, y pensando que al fin y al cabo en occidente somo algo más que comer y beber, todo viendo caer los brillos dorados del barril de cerveza en un pub de Londres, , preguntándonos si ha ganado la muñeca o nosotros.
No tengo dudas de que Alicia y yo follamos por flechazo, pero a la vez siento cierta inquietud por saber como le va el día, si tiene muchos muertos o pocos, si está contenta o es uno de esos días en los que se siente devorada por la vida. Suena mi móvil. Alicia ha tenido tres muertos, una accidente en la A308 dirección King´s Road. El padre ha salido ileso y su novia y dos criaturas han ido a buscar las tablas al See You Later. Insiste en que Matusalén y yo vayamos a recogerla y vamos a hacerlo; no sé si vivir cerca de la muerte es respetarla más o no se hace reverencia ni se pondera mucho el asunto en cuestión cuando se pueden a llegar a  ver alrededor de 1.200 féretros al año. El See You Later es bonito; bastante moderno y despejado, diáfano; la muerte es acogida con mucha luz y con revistas de arquitectura danesa, viajes de lujo y actualidad política y en la puerta hay aparcado un Jaguar XK120, y acordamos irremediablemente en un intervalo de veinte segundos de contemplación que es una puta maravilla de la automoción, y no alargamos demasiado para no parecer demasiado paletos.
Matusalén toma el impulso de consolar al padre, alentar la imposibilidad de darle un respiro en el peor momento de su vida, porque él ya conoce bien de esa carencia, aunque lo desestima por imprudente. Alicia va recogiendo unos papeles, y explica ciertos detalles a su sucesora en el See You Later. Come on. 

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