miércoles, 10 de abril de 2013

Alicia, la Funeraria (20).-



Tomamos un autobús al azar, el H12 y aparecemos en el área de Stanmore. No veo españoles haciendo fotos como japoneses, insaciables de la imagen digital, ni siquiera paseando el Londres periférico con la camiseta del Madrid, una mochila y una indolente botella de agua inglesa. Los veo lavando platos en el pub Crazy Horse, repartiendo flyers por la calle y preparando las mesas de cualquier restaurante hindú. Son chicos modernos, leñadores, indies de Malasaña; barbas pobladas y cabellos reposados en los cuatro dedos de frente. Eso lo inventaron los Beatles, que no me cuenten que viene del capullo de Justin Bieber, anuncia Matusalén. Hablamos con un par, Jorge y Juan; comen basura, pasan frío, trabajan bastante, beben las pintas de cerveza en oferta, normalmente John Smiths y se lo pasan bien. Hablan inglés de una manera terrible, añoran la plaza del Dos de Mayo y detestan el sistema burocrático español. Estos chavales están verdes; bastante, pero tienen que estar verdes; no deja de ser entrañable la bisoñez de los veinte años; la vida acaba como el culo decía Matusalén Santander; viene a decir que la tragedia es el futuro, semejante capullo. En fin, viva la juventud, pero la  de las primeras primaveras, claro. 
Tomamos unas pintas de London Pride  y hablamos de los españoles hablando inglés. No me jodas con las raíces latinas; en eso estamos de acuerdo. Aunque dado el caso hablaríamos bien el francés y el italiano, y ni una cosa ni otra. La tele, claro, las pelis dobladas. La culpa la tiene la censura, llegó el títere aquel de voz aflautada, Paco Franco y a doblar los filmes anglosajones para fustigar la realidad . No somos un país guay, intelectual, cool, no somos V.O. Fútbol y Telecinco, el circo. Jorge, uno de los modernos, nos habla del cole. No le falta razón. Matusalén se la da golpeando el vaso en la madera de la barra; no acostumbro a verle tan legionario. El inglés no es una lengua muerta aunque algún arcaico docente se haya empeñado en enseñarlo como si fuera latín; pura gramática, poca conversación. Chaval, vale, pero es el chauvinismo, es decir que si fuimos un imperio, que si  nuestra lengua es la tercera más hablada en el mundo; y todo eso de que en España se vive de miedo, el sol y la cervecita. Qué pesaos.
Nos hemos separado por unas horas. Matusalén emprende camino disfrazado de Serpico, es decir un tipo con barba de un mes y gafas oscuras parecido a Jesucristo cool y camina como si fuera emisario de la venganza para el ajuste de cuentas; es una decisión que parece encaminada a reventarte la cara y pasa de largo cuando el tipo de enfrente se aparta a un lado de la acera, porque tiene dueño. Algún día le diré que no tiene ninguna clase andando, que va de Serpico pero puede parecer un chuloputas. Quiere ir a Portobello a buscarle las vueltas a los dealers del anticuario e intentar agenciarse un reloj de bolsillo con caja de plata labrada en motivos de caza. A veces no le entiendo esas mariconadas, pero se pone muy serio, y se va a por su tesoro bien decidido; dice que no me preocupe de él, así de primeras, que me vendría bien follarme a Alicia.
Alicia es una antigua amiga; trabaja en una funeraria de Londres, y sé que es demasiado guapa y tiene demasiadas curvas como para trabajar en una funeraria de Lambeth Walk, aunque también Emma Penella era demasiada bonita para ser la mujer del verdugo. La funeraria se llama See You Later y factura unos veinticinco muertos a la semana. Me apetece que Alicia no sea la que acomoda los cadáveres en las cajas ni la maquilladora de pompas fúnebres, o qué carajo, de muertos, y no lo es. Alicia está sentada frente a una mesa de cristal en un despacho de luz mortecina rodeada de coronas de flores y tres o cuatro modelos de cajas para hablar con las familiares del colega exánime, y ofrecerles un café, una burocrática condolencia y un catálogo de artefactos funerarios; y claro , sabe mucho de muerte, al menos de tramitar los tránsitos del See You Later, y eso viene a ser un aprendizaje sobre la muerte. Alicia no vende una jodida tarjeta de teléfono a los pakistaníes, no es una autómata del Burger King, ni una depedienta cool de Urban Outfitters; Alicia trabaja con la muerte y se toma sonriente a las seís de la tarde media pinta de rubia suave Pilsen en el pub Dirty Dick´s porque ella es muy señorita.
Llevo dos años sin verla y le brillan los ojos como si hubiera encontrado la satisfacción gracias a la muerte; les quiero decir como si se sintiera bien valorada en el trabajo  y hubiera cierto triunfo en la aventura de irse a buscar el futuro fuera de las fronteras autóctonas, y se mueve con evidente seguridad y gesticula como una ambiciosa financiera de treinta y dos años aunque vaya disfrazada de indie, una especie de campesina de Normandía agilizando funerales. En un momento determinado cuando me pido mi segunda John Smiths se me desata la mecánica física y me está devorando la difícil coyuntura de mirarla de frente. Tiene el pelo largo, de rizo grueso, es morena y no tiene rasgos espectacularmente bonitos en independencia pero en el colectivo a mí me está pareciendo una obra de gran estética; quizá la barbilla de hoyuelo y los ojos achinados desentonan con la nariz ligeramente aguileña pero nadie dijo que a mi me gustara Barbie o la novia de Cristiano Ronaldo. Sus curvas son indiscutibles. No quisiera tener la erección poética de contarles que adoro la imperfección, aunque por ahí hayan ido mis disparos en la vida nocturna.
De buena gana me fumaría un cigarro y dejaría que me contara la historia del Dirty Dick´s; de buena gana me iría con ella a cenar en un japonés y a bailar Down Here on The Ground. Mientras, ella dice que me ve bien, y yo le comento que vengo de los tres peores años de mi vida y que también se algo de funerarias, pero no ha lugar para ahondar en la tragedia sino para estimar el futuro. Alzo la voz y me pongo estupendo. Dar pena es condenarse, eso lo saben aquí y en Uzbequistan.
Salimos a la calle. Los azules plomizos del cielo de Londres languidecen y tenemos una atmósfera despejada de brumas. En unos instantes de inocencia percibo el cielo radiante como un prodigio para que Alicia brille más; siento los las pautas irregulares de su respiración. Unas japonesas le preguntan por Old Spitalfields Market y me mola excesivamente la suavidad del acento y la musicalidad.
A continuación ella me va contando, por Liverpool Street. Había en Londres un ferretero, de nombre Nathaniel Bentley, con un comercio en Leadenhall, y de repente un buen día la tragedia vino a exhibirse; su prometida murió extraordinariamente la noche previa a la boda, y Bentley quedó de por vida en el refugio de una enorme desgracia, y se convirtió en un hombre muy triste con la equidistancia de ser también un hombre sucio y descuidado. Dejaba morir a los gatos y dejaba que la acumulación de la mierda y los enseres le fueran matando, pero consecuencia de cierta extravagancia británica el negoció prosperó en mitad del caos y las coordenadas de Diógenes. Un hombre rico, indigente, sucio, gatos muertos, mugre y ganancias.  Muere el viejo, y aparece el propietario de la taberna Old Port Wine, previsor del pump business; compra las chapuzas de Nathaniel, los aceros oxidados, los gatos muertos; clasifica la mierda, la ordena, decora con los fiambres de los mamíferos y nace para el mundo el pub Dirty Dick´s, perfectamente adornado con los escombros de la desgracia.
Fingo interés por la historia, y lo tengo pero a medias, y agradezco que no me haya dado una tutoría de afectación dickensiana; y camino a su lado rápido porque vamos a descorchar en su apartamento de Adgate East una botella de La Vicalanda que agarra mi mano sin envoltorio al estilo de los jovenes modernos franceses cuando van a cenar con amigos los viernes por la noche. Me gusta cuando me sujeta al cruzar los pasos de cebra y me agarra con vehemencia afectiva y dice: ten cuidado, está rojo. Alicia vive en un apartamento de unos cuarenta metros cuadrados; tiene moqueta, muebles modernos de color gris hielo, fríos como Escandinavia, luz natural en toda la sala y su habitación, vigas de madera vistas, y fotos de tres cuartos de su vida en marcos fosoforescentes del IKEA. En Tarifa fumando un porro, en Malasaña bebiendo una cerveza en el suelo de la Plaza de San Ildefonso, con papá y mamá en Barcelona, saltando en Trafalgar Square delante de los leones, con decenas de niños pequeños en piscinas y playas; incluso logro reconocerme  la Vía Láctea cogiendo a Alicia en brazos como si aquello fuera Le Chat Noir y fuéramos gente muy feliz y apasionada de la época dorada del cabaret; reímos con una transparencia acojonante y hay gente alrededor de nosotros que habla distendida y bebe brumosa en la parte derecha de la fotografía. Buenos tiempos, dice Alicia. That´s right, le digo, y ahora tú organizando entierros en Londres; 
creo que te habrías superado siendo conductora de coches fúnebres o enterradora, nunca lo habría pensado de aquella camarera de la Vía Láctea, seguro que eres la tramitadora de muerte más guapa de toda la ciudad, no doubt. Le damos calidez a la mesa acristalada de granizo y vanguardia con una tabla de quesos, mortadela siciliana y la correspondiente botella de vino con un par de copas. El hecho será inevitable; yo no sé la periodicidad sexual de Alicia en Londres, esporádica, intermitente, si folla de continuo, mensual o semanal pero sé perfectamente que ella hoy no está haciendo amagos y yo me estoy desabrochando la camisa y empiezo a acariciar su espalda suave, lampiña, satinada de cobre y lunares, y ella me atrae hacia un sofá de la escarcha de Islandia; mi cuerpo globalilza la sensibilidad y me sosiega ver que sus pezones están erizados y la tengo encima, agitado por el escalofrío; me jadea que haga círculos y no inicie con intensidad, y nos convertimos en un animal de ocho extremidades y dos cabezas enredado caóticamente  en un sofá islandés de tres plazas. No les daré muchos más detalles porque escribir entre poesía y pornografía igual no es lo mío; a continuación nos hemos quedado dormidos entrelazados por espacio de media hora. Ha vuelto el azul más tenebloso de Londres, aparto como puedo el brazo con la mayor levedad posible de su torso húmedo y prendo una lámpara de una mesilla de noche, también súper nóridica, de acero y cristal, posiblemente la más fría sobre la faz de la tierra. Miro mi reloj, no me preocupo por Matusalén; me pregunto que pensara Alicia cuando despierte y nos aborde a los dos el silencio de una ciudad callada y sigilosa bajo nuestras ventanas abiertas. 


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