viernes, 27 de enero de 2012

Historia de una Foto y la Indigencia Ilustrada.-





Otra vez París, la gran ventaja de mi trabajo. Claro, todas las ciudades tienen memoria, y nostalgia, yo no lo niego, pero a mí me desborda el memorial histórico de París, nada más pisar Charles de Gaulle. Cuando una ciudad tiene un pasado glorioso, lo tiene y no hay que darle más vueltas. En cierta forma, no hay metrópoli sin gloria y sin pena, pero el caso es que los antecedentes de París me ponen sobremanera. Por un lado, uno proyecta a Descartes como primer culpable de la Revolución Francesa, aunque ya hubiera buscado las tablas mucho antes del proceso revolucionario contra Luis XVI. Pienso, luego existo, toda una declaración de intenciones. Después Voltaire, Montesquieu, Rousseau, es decir libertad, igualdad, fraternidad, derechos sociales y vainas de la liberté; y estos tipos de flácida palidez, viejos prematuros de tirabuzones, sepan ustedes que son los auténticos fundadores y promotores institucionales de todas las revoluciones sociales que hayan podido presenciar en este inicio del siglo XXI, incluida la Spanish Revolution, aunque no se hayan dado cuenta y no los conozcan. Pero no, no se preocupen, no voy a seguir con Balzac, Dumas, la Generación Perdida, París era una Fiesta, Mayo del 68, la Huelga General, la Liberación de París, María Antonieta y la insolencia de los pasteles y Napoleón. No, yo he venido a contarles la historia de una foto. En primer lugar, les voy a desmentir el tópico, esa cosa tan manida de que en París huele mucho a mantequilla, a croissant y a pasteles sublimes. Sí, pero no. Les quiero decir que también se exhalan ciertos hedores de meada de vino barato. Verán, en París hay muchos indigentes viviendo en la calle. Al lado de mi hotelito en Rue du Taylor (porque en París los hoteles están construidos para el universo enano y pigmeo) hay un pequeño pasaje que viene a desembocar en Republique, donde viven dos franceses de más de cincuenta años, cada uno en una acera del pasadizo. Allí, en el dominio se pueden ver sus pertenencias, los vestigios, los restos del naufragio de una vida, una mesilla de carcoma, mantas roídas, colchones picados, cigarros, cartones de vino, un infiernillo de gas, algunos libros viejos y un recambio de zapatos arcaicos. Son educados, parecen ilustrados y dicen mucho bonjour y bonsoir. A todo dios. Van a avisando a quince metros, te saludan tres veces, y al paso hacen una reverencia muy armoniosa, muy bonita, muy del siglo XIX, como si se despojaran de un bombín que realmente no llevan. Mola. El problema es que lo tienen todo meado, su pequeña demarcación y todo el repecho del empedrado de la calle, que viene a ser su cañería. Y no se respira bien, pongamos nauseabundo, y no huele a mantequilla. Bien, pues uno del Clan de la Indigencia Ilustrada vive al lado de ellos, justo a la izquierda de la marquesina de esta parada de autobús, en Republique. Tiene calefacción. Un radiador soporífero e infernal, es decir, que apoya su cuerpo contra un lateral de una salida de aire caliente del Metro. Yo le vi por la noche, acurrucado contra aquella rejilla de extracción. A la mañana siguiente, cuando disparé la foto, estaba sentado en su pequeña dimensión de París,  con un gato (Murakami lo hubiera flipado) y los mismos excedentes de una existencia que sus colegas del pasaje de Taylor. A su derecha, la vecina guapa de la marquesina, que representa el marketing y la belleza estereotipada del siglo XXI, y más allá, se abre París, con la mantequilla, el champagne, los quesos, las cervezas belgas, los confits de pato, la insatisfacción al estilo Bovary, las lámparas de araña, el pret a porter, Le Marais, Bastille, el Sena, Rue du Rivoli, la estampa turística del Sacré Coeur y Notre Dame, y la bóveda grisácea, el envolvente de aquellos cielos de París, que son la cubierta indefinida de la ciudad de todo lo anterior, y los mendigos educados, y la mantequilla, y los hedores. Y todo eso del chovinismo y el narcisismo de aquella ciudad, que a la Indigencia Ilustrada, la más libre de todas las indigencias del globo, culta y la única y verdadera bohemia, lo viene a tomar con apatía, esa indolencia de mendigo, que a veces me ha parecido a mí la felicidad. Y no lo tengo muy claro, pero les diré que la he fantaseado en la noche. 

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