martes, 10 de enero de 2012

Desaparecidos.-



Nadie sabía nada. Ni el cómo y el porqué. Él nunca había amenazado con suicidarse -no era de esos hijos de puta que andan todo el día diciendo que se van a matar-, ni desafiaba con liberarse de la incertidumbre, ni con mandarlo todo al carajo y abandonar la vida que tenía más arraigada, la que compartía con Ana y la del trabajo en la multinacional. Ni siquiera lo había mencionado de manera vaporosa y tabernaria, es decir tomando un whisky en un mal día a una mala hora. Alguien alzó una voz en dirección a las amenazas de muerte, pero era una voz brusca y chismosa, ávida de protagonismo, que buscó los micrófonos de un programa de radio de corte sensacionalista, engreído y de incierta resolución, que hacía una tal Encarna. Habían colocado una foto suya por algunos lugares de la ciudad, por los bares, por algunos ministerios y por algunas tiendas. Donde siempre ponen las fotos de los muertos y de los emigrantes. La foto era triste. Un día ella le hizo aquella foto en el paseo marítimo de San Sebastián y a Daniel se le escapó la mirada hacia el mundo indefinido de los cielos, o hacia el aleteo de la malditas gaviotas; unos ojos que parecían buscar una respuesta en las alturas, como desconfiados de la realidad terrestre, o quizá unos ojos tímidos evitando el objetivo. Tristes. La mirada no desentonaba con las brumas del paisaje, ni con los nubarrones, ni siquiera con la perspectiva observadora y reflexiva de un viejo que aparecía a lo lejos, en una esquina de la imagen. Era el cuadro de una secuencia congruente. Detrás de la cámara estaba Ana, como artífice de aquella escena de divagación o de trascendencia. Triste. Y nadie sabía acerca de las expresiones del rostro de Ana en el instante de la creación de aquella imagen que ahora servía para los carteles de desaparición. Y jamás imaginó Ana que él se iría una semana después del viaje por el País Vasco, y dejaría una nota tan alarmante como inconclusa. Ana, me voy en búsqueda de oxígeno, te quiero, Daniel. Claro que yo pensaba que solo un gran hijo de puta podría escribir una cosa así. Y ella no sabía si aquello tenía que ver con el egoísmo de los deprimidos, con la indiferencia de espíritu del desamor o con la apertura de nuevos mundos aguardando su llegada en otro rincón de la vida. O con todo lo expuesto. Y le pudo de manera inevitable la desesperación y lloró como no lo había hecho desde la infancia. Calmó los sollozos, y retornaron cuando avisó a la policía. Al día siguiente, tras una noche de insomnio y pastillas tranquilizantes empezó a rebuscar entre sus cosas, por si en algún rincón de sus pertenencias hubiera algún indicio, alguna respuesta. Él hablaba poco, y en los últimos meses casi nada. Algo roía por su interior, alguna tragedia se mascaba, que todos desconocíamos, le había dicho ella a la policía. Entonces no se hablaba tanto de la crisis y los desmanes financieros. O sí, no lo recuerdo. Luego apareció un manuscrito: Desciendo como un Dante cualquiera a un infierno inventado para mí, sin ningún Virgilio de compañero al que admirar y tan necesario para compartir el dolor. Desciendo al infierno, y desconozco si encontraré a antiguos amigos y a los maestros de la literatura, y si existirán los nueve círculos de castigo de los condenados, y  el bosque de los suicidas, la travesía del desierto donde llueve fuego y la llanura de hielo de los traidores. Daniel estaba mal. Solo un tarado mental, un alcohólico en la hora lúcida y un depresivo podrían escribir semejante paranoia. Una depresión, le hice saber a Ana, una depresión provocada por el estrés de sus compromisos laborales y una meditación excesiva. Ha pensado demasiado sobre el sentido de la existencia. De la vida. Qué coño sabía yo. Oculté aquello que Ana pensaba y que era una angustia cristalina. Cabía la posibilidad del suicidio. Que se hubiera ido a matar a un acantilado o a ahorcar a un prado desamparado de arrabal. Cabía la posibilidad del suicidio. Y cabía la posibilidad del desamor. Y cabían las dos juntas, y dos los sabíamos, pero ninguno habló ni de una ni de otra. La policía rastreó la ciudad y las inmediaciones, y nada se supo acerca de su destino. Luego llamó otro tipo al periódico y dejó caer que le había visto mendigando por las calles de Barcelona, pero al hombre no le dieron reputación ni credibilidad. Nadie le creyó, salvo los del periódico, como siempre, que lo quieren creer todo para rellenar página. Otro día Ana encontró otro manuscrito, en forma de interrogantes: ¿Dónde quedó la gran rosa del paraíso en la que encontré a Ana, cual si fuera mi Beatrice particular? ¿Dónde quedaron los tiempos en los que ella fue dadora de felicidad? Le había dado por Dante y La Divina Comedia. Le había dado por huir, quién sabe si a la búsqueda de la Beatrice que antes había sido Ana y ahora no era más que un manojo de recuerdos difuminados, y le había dado por sembrar una incertidumbre dolorosa, sin ruido y aparentemente sin furia. Pesaron las noches largas.
Ana recordaba cada rincón de París porque había vivido cada una de las calles de Montmartre. Ana viajaba por todas las ciudades que la situaban en el pasado y eran el trasunto emocional y dinámico de los momentos allí vividos, y entonces buscaba la figura ausente de Daniel, que llevaba un año desaparecido y era un compañero de viaje a veces asentado en la nebulosa de la memoria, y otras veces, recordado con una nitidez hiriente. Y entonces un día le dio por pensar que él llevaba un año haciendo lo mismo que ella y dejó al azar que se encontraran en algún lugar del mundo. Ahora era ella la desaparecida.

7 comentarios:

  1. Me ha gustado muchísimo. Continuará?????????

    Besos

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  2. No Jeza, creo que no, esto no es Marco buscando a la madre, hoy por hoy no, besazo

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  3. A mi tb me ha encantado... esperemos mas capitulos...

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  4. Pero gracias guapérrima, y que espero tus cosas, bss

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  5. No creo Belén, pero nunca sabe uno, igual que a Jeza, me tiró a tus crónicas, bs

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  6. ¿Por qué extraña razón la tristeza es tan condenadamente bonita?

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  7. No sé Estrella, será porque es una derivación de la felicidad, como decía aquel, en cierta manera, su despertar. bs

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