miércoles, 18 de enero de 2012

La Segunda Vida del Cojo Recluido.-

Se le apareció para quedarse una especie vírica muy polivalente, y muy poliomielítica, cuando contaba  con unos cinco años, y vino a decirle que ahí le dejaba una poliomielitis pre-paralítica, porque sus papás aparte de muy ricos, eran muy negligentes y no estaban bien informados de la vacunación, y de que existía una enfermedad contagiosa llamada también parálisis infantil, con afecciones al sistema nervioso. Por eso llegó el polivirus. Tan ignorantes que la vieron como mal menor porque aquella polio no había degenerado en parálisis permanente o en muerte por paralización del diafragma. Qué bien. Tenían un hijo  cojo, pero no un hijo muerto o un gran inválido. Por razones inherentes a la riqueza y a la ignorancia, el muchacho dejó de ir al colegio desde los cinco a los dieciocho años, precisamente esa etapa que proyecta el temperamento humano, entre una cama, un salón y un comedor, y fui instruido en ciencias y humanidades por personal a sueldo, a los que recibía nuestro chaval en la cama, como si fuera un príncipe del medievo, o un cojito cabrón que es la derivación principal de dirigir tu pequeño mundo desde una cama isabelina de madera con incrustaciones de nácar. No tardó muchos años el muchacho en aventajar las capacidades intelectuales de sus tutores, dados sus apegos literarios y cinéfilos, principalmente. Ni que decir tiene que también veía cine porno, que le dejaba el hijo del portero del edificio, que ha sido de toda la vida el traficante universal de la infancia y la adolescencia de los videos x, y un negociante, un especulador de la pornografía.
Por un lado se había leído casi todo lo más relevante del siglo de oro, es decir Quevedo, Lope de Vega, Fernando de Rojas y Baltasar Gracián. De Cervantes, la obra comprendida entre La Galatea y Los Trabajos de Persiles y Segismunda, incluida el Quijote, obra de la que hablaba con apenas catorce años como la primera novela polifónica y moderna y un tratado ecuménico del humor. Ahora todo descenderá del Quijote, comentaba con aplomo de adolescente aristocrático, avezado y ridículo. También era apasionado de la novela francesa del XIX: Balzac, Stendahl y Flaubert. Y de la rusa: Dostoiveski y Tolstói. Crearse un universo en un palacete de quinientos metros cuadrados igual puede ser fácil, o igual te vuelve medio gilipollas. Por algún flanco tendrá que saltar esa carencia de vida exterior, por mucha literatura, o mucho cine de sicalipsis de saldo, o del bueno, el de Fellini y Sergio Leone. Cuando se fatigaba de la expansión vitalicia en que se había convertido su vida, viajaba teletransportado por el ocio eventual adonde esporádicamente le viniera en gana, ya fuera un itinerario kafkiano por Praga, o digamos, se daba una vuelta por los inicios mafiosos de Al Capone en Brooklyn. Tenía mucho mundo, a su manera, pero tenía mucho mundo. Pero poca experiencia vital.
Y de repente le llegaron los impresos para una excursión a Londres organizada por la Agrupación de Afectados de Poliomielitis de Chamartín. Y allá se fue nuestro amigo. A la vida real, que de entrada le pareció más previsible y rutinaria que la que había leído en los libros, y la gente hablaba más o menos igual, no había tantos registros como en las novelas, cuando los diálogos eran tubulares de espejos en ángulo y cristales irregulares que emanaban ilimitados registros de exposición oral, como si la vida fueran gentes hablando como Matrix y gentes hablando como la Regenta, y gentes hablando todos las batidas universales de la literatura y el cine. Y resultó que casi todo el mundo hablaba parecido a Paquirrín, del que nuestro hombre no tenía conocimiento, ni puta falta que hacía.
El primer trance no tuvo él que solventarlo, porque los coordinadores del evento se encargaron de todos los trámites de aeropuerto, incluidas las tarjetas de embarque y los accesos guiados a la gate H45. Y por la terminal uno de Barajas se veía caminar a una recua de cojos de distinta índole, siguiendo a un par de rubias gemelas, tipo Dolly Parton con chandal, tullidas las dos de la pierna derecha, que eran las responsables de los destinos del resto de paticojos en Inglaterra. Lo primero que le sorprendió a nuestro hombrecito de dieciocho, es que en Londres hablaran en inglés, algo que en cierta manera preveía, pero no estaba explícitamente preparado para los registros y las afectaciones del inglés británico. A continuación le sorprendió que la ciudad fuera más humana que aquellas razones que le había leído a Dickens, de los mendigos, de las atrocidades sociales, del hollín, los humos, de Oliver Twist y de los niños tiznados vendiendo periódicos, y también le desconcertó que lloviera, acto para el que tampoco estaba explícitamente preparado, y le pidió a una de las Dolly Parton que le acompañara a comprar un paraguas y una muleta con triple taco de goma, porque el prínicipe cojo no valía para desenvolverse en la gran ciudad. También le descolocó sobremanera el cosmopolitismo.
Para agradecer el detalle, le compró sin hablar, en una tienda de souvenirs y globalización, un pequeño Big Ben de escayola, y a Dolly, que era una especie de cojita inflamable, se le pusieron chiribitas los ojos,  y él, que no conocía a las mujeres más que por los vídeos pornográficos, pensó que al llegar al hotel tendría una escena parecida a cualquiera de las trilogías de Ginger Lynn, que era su actriz porno preferida, junto a Jeanna Fine y los dibujos de Hentai. Y pensó que por ahí iban los tiros, por esa variedad de acatamiento y salvajismo que tiene la pornografía. Que Dolly se quitaría su bota ortopédica, como así hizo, y acudiría dando saltitos a desabrocharle la bragueta y a fabricarle una erección con la boca, como no hizo. Se quedaron los dos tumbados encima de la cama, cada uno con una pierna más larga que otra, y él exhaló cierto iconformismo con la literatura, porque ningún autor le había explicado del amor entre seres deformes, con defectos físicos o asimétricos. O sí pero no les había ido bien: a Quasimodo en Notre-Dame de Paris, o a un parapléjico de clase alta sufriendo la desgracia de su mujer follando con un fornido hombre de la clase obrera en Lady Chatterley´s Lover.
A continuación miró a Dolly, que sí tenía la tetas de la Parton y de las diosas de la pornografía americana, pero guardaba mucha indolencia, quizás la pereza de una muchacha guapa y coja sin lengua de anaconda sexual. Y nada existió en la realidad de la vida colérica y sexual de las estrellas del porno que le entregaba en cintas de vhs el hijo del portero. Fue justo cuando decidió con toda la rapidez que le permitió su renquera, vestirse, tomar su muleta de triple taco de goma y caminar como un héroe cojo buscándose la vida de la calle. A ver si se enteraba de qué iba esa película que nunca vio.

P.D. No sé...¿No les da la impresión a veces de que las leyes van a su puta bola, independientes de la realidad? ¿No piensan que muchos dirigentes de nuestros destinos estatales parecen cojos recluidos?

1 comentario:

  1. Jajaja. Esta historia está muy bien, me gustó mucho, pero macho no quita que tú estés muyyyyyyyy mal. Chapó. FJF

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