martes, 27 de marzo de 2012

El Bar Eclipse, de Astaroth.-

Playas de Rota 


Astaroth aparte de un paraíso patrio de la infancia, era nuestro pueblo sureño de veraneo familiar y el Eclipse fue nuestro primer bar, cuando todos vivíamos de la esperanza y no de los recuerdos, los días eran largos  y la vida corta. El primer bar es muy importante en los destinos de un hombre, decía Luis, el tabernero, el primer bar te traza la vida, o te la parte. El Eclipse fue el primero. Luego llegó el Route 66 y el Torito, pero entonces era el Eclipse. Estaba al final de la calle Mina, famosa por los patios andaluces, las paredes blancas, los geranios, los ciclomotores con alforjas al estilo mula, los viejos apáticos, y  la realidad ancestral de aquel folclore más o menos intacto. Y allí, tras la barra, estaba Luis, que tenía una tristeza de largo recorrido y había llegado al Eclipse por una serie de carambolas y amores crujidos, como quien llega a puerto, o a aquella isla que le redime del naufragio. Y el Eclipse era aquéllo: un islote perdido en mitad de la tragedia. 
Vivi, una de las muchachas del Eclipse, bebía tequila, baileys y una de las guarrerías que preparaba Luis, llamada coño de fresa (no sé, imaginen vodka, granadina y fresa en un chupito meneao, una menudencia sin pretensiones). Era de Madrid y no sé si sería un exceso la concreción de llamar a aquéllo primer amor, pero sí que fue una prueba fehaciente de mi heterosexualidad y de mis ardores adolescentes. Era rubia,  muy delgada y tenía cara de infanta del siglo XVIII, y a veces de Barbie, no una Barbie cualquiera, sino una muñeca de ojeras púrpuras y pómulos marcados, cual si fuera una princesa drogadicta o una muñeca enfermiza de porcelana que podía desvanecerse en cualquier momento, y nos tenía locos de ambición a mí y a Lennon, pese a que Vivi parecía que estaba viva de milagro.
Lennon era la prolongación de mi identidad, suponiendo que en aquella época tuviéramos de éso. Si uno quería mear, el otro decía: ah, yo también quiero mear. Si uno avanzaba hacía el fin de los corralitos donde volvía a nacer el mar en su estado salvaje y sentíamos la furia del rompeolas, el otro también. Una amistad carnal. 
Los problemas llegaron con Vivi, cuando los dos empezamos a evitarnos al tiempo que le hacíamos proposiciones a escondidas  y  nuestra ninfa marchita no hacía ascos a ninguna de nuestras intenciones. Yo la llevé al cine a ver El Beso de la Mujer Araña, aquella de William Hurt y Sonia Braga, y una de Cantinflas. También fuimos a jugar al billar, al ping-pong y a la máquina de los androides polivalentes, distribuida por todo el país. Creo que nos bañamos cuatro o cinco veces juntos, y en la cuarta o la quinta vez nos dimos un beso en la boca, esta vez con lengua y con mucha saliva y mucha sal y mucho sabor a pipas y a chicle barato. Lennon hizo más o menos lo mismo, con la salvedad de que él la besaba casi todos los días y le había metido mano  en ese par incipiente de lomas que tenía por tetas. 
Luego, llegó uno con una ducati 125 y Vivi dejó de hacer planes con nosotros, que pasamos a ser niñatos tontos e inmaduros desde aquella posición de Barbie triunfadora y sarcástica, y en vez de ir los dos a ajustarle las cuentas al motero de dieciocho años, nos las ajustamos entre nosotros y nos pegamos a matar en la playa de la Costilla, hasta el punto de que tuvieron que intervenir dos policías municipales de esos gordos que había antes, para separarnos. Nuestros cuerpos eran poemas sudorosos y sangrientos, llenos de rasguños, moratones, saliva y lágrimas, y cada uno se fue perdedor hacia el hogar a que nuestros padres aprovecharan la ocasión para ajustarnos a nosotros las cuentas. Y ya nada fue igual desde la pelea. Lennon se hizo amigo de la gente de su urbanización, incluido el motero, y le empezaron a salir granos, y tenía ya tres o cuatro pelos por el pecho, y muchos callos en la mano derecha (le gustaba su mano precoz de encofrador), y luego se fue aficionando a la colección de filmografía porno, y ya no era mi Lennon, pues parecía que estaba trallado como un adulto y no solo hablaba con los porteros de la urbanización, sino que parecía uno de ellos, con su manojo de llaves y su walkie-talkie, porque se convirtíó en una especie de secundario de subalterno, no sé a cuento de qué. 
Luis había tenido una hija con una norteamericana que trabajaba en la base naval y a partir de ahí la historia fluctúa. Él no se había decidido a seguirla con la criatura a Lousiana; ella le había abandonado (¿o abandonó él?) ; que Luis no quería reconocer a la criatura, que ella le había dejado por ser un él una referencia en la golfería de Astaroth y que tenía vetado el cariño de la criatura. 
Luis, a veces apagado y tristón y más o menos alcoholizado en su bar, su extensión caótica, antigua taberna de autóctonos sureños convertida en bar de chavales con cierto peligro y mucha inconsciencia, con su desaliñado aseo vomitorio, su diana ilegal y sus dardos proyectados sobre las cabezas de los jóvenes empinando el B-52, sus hippies flautistas que siempre paraban a repostar cerveza, mucha cerveza, como si no existiera otro alcohol en el mundo, sus tubos fluorescentes, su serrín por el suelo de baldosa hidraúlica y la lánguida tristeza de Luis en las horas de la madrugada. Al Eclipse iba de vez en cuando Lennon, que se había hecho rockabilly o algo así, y se había dejado bigote y tenía una novia tipo Olivia Newton John, pero bastante más fea, rubia de bote y con los dientes grandes, como de indígena o caballo (es decir que de la Newton John solo tenía la sombra y cierto aire de grotesca imitación). Y en fin, nos saludamos un par de veces por puro compromiso, y terminamos aceptando de buen grado la ignorancia. También iba Vivi con el motero y se les veía felices con los coñitos de fresa y los tequilas, que les liberaban, les excitaban y les llevaban de viaje a las dunas, porque Vivi había dejado de ser virgen hacia un tiempo, y le había gustado; eso lo sabía todo el mundo, al menos todo el mundo del Eclipse. Se tomaban tres o cuatro coñitos de fresa, dos tequilas eróticos, hablaban cuatro cosas con Luis, pagaban y marchaban hacia la playa, y yo contemplaba las siluetas lejanas de la Barbie y el motero grandullón avanzando, dispuestos, urgentes hacia la vegetación de las dunas. 
A continuación yo pedía como quien quiere superar sabores amargos de derrota, un B-52, y lo bebía a modo fanfarrón dejando nítido impacto en la barra, porque esas cosas allí hacían gracia y era una manera cualquiera de hacerse fuerte en el Eclipse, que era un bar de adolescentes canallas y de un par de veranos o tres como mucho. Al cabo de un tiempo, las nuevas generaciones no tuvieron la estabilidad de antaño -nacía la cultura del botellón en el muelle- y Luis tuvo que cerrar. Muchos le hacíamos de viaje por Estados Unidos, pero no, Luis no había ganado dinero con el Eclipse, se había quedado en el pueblo y era casi tan pobre como las ratas.
Ahora, en aquel momento que le vi, hará unos diez años, trataba de sobrevivir mariscando por los corralitos de Punta Candor. El Eclipse había sido una aventura inaudita en nuestras vidas, la primera hazaña alcohólica, cuanto menos, nosotros que habíamos odiado los licores, los vinos de nuestros padres y sus poses sibaritas frente a sus amigos.  Pero el Eclipse, ante todo era un mal negocio de un hombre que se volvió triste. O quizás tenía la amargura trazada en aquella sonrisa que le iba fabricando la noche, donde se escondía la criatura perdida. Qué sé yo.

9 comentarios:

  1. Cuanta nostalgia, aquellos años, te estás haciendo mayor. Me gustó, Marta,b

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    1. Hay días que uno vive de los recuerdos y cada vez son más, pero eso es revivir, no?? bs

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  2. Me gusta. Yo tengo recuerdos muy parecidos. También conocí el eclipse, entre otros. Fuerte abrazo.

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    1. Ante todo Luis era el último tabernero, una especie en extinción. Abrazo.

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  3. Me ha gustado mucho, derrocha nostalgia y la tristeza de los tiempos pasados y de la inocencia perdida. Un cuento precioso.
    Besos :)

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    1. Pues por ahí, por la nostalgia, por el cuento, y por la vida real que ya no existe y son los recuerdos, besos, Lili

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  4. cada año estas más nostalgico!!!! cuando andamos por Rota podemos contar un historia de cada rincon... que buenos recuerdos! un abrazo!!!

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    1. Así es mister Patri, y algunas no se pueden ni contar, Abrazo pa Londres

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