jueves, 7 de marzo de 2013

Un Adorable Hijo de Puta (18).-


Tenía nombre de viejo, y de ron, y apellido de banco;  se llamaba Matusalén Santander y era uno de los hijos de puta más adorables que he conocido en mi vida, aunque durante un tiempo fuera mucho más lo primero que lo segundo; un buen hijo de puta. Era mi vecino de planta en Hortaleza, 72, y tenía una gravedad de voz que resonaba en toda la finca como aullido áspero de caverna, como si él no viniera de la calle sino de un subterráneo, de la cripta de los tipos duros del planeta . Llevaba chaquetas americanas de detectives neoyorquinos de los setenta, pantalones vaqueros ajustados, camisas de leñador y botas de narcotraficante. Bien, un detective o un chuloputas, siempre hablando para adentro y resonando hacia afuera las oraciones que había aprendido en sus treinta y tantos años de egos, tristezas y ciertos triunfos que acaban derivando en desasosiego como toda victoria que se precie. También hacía jooging por las tardes en el Retiro y fumaba marihuana por las noches en el balcón escuchando Sugar Man de Rodríguez. Un tipo así tiene todas las papeletas de ser un cretino, aunque yo siempre he tenido querencia por los imbéciles, sobretodo si son unos adorables hijos de puta. Me gustan bastante; aunque la verdad, Matusalén me despreciaba a veces, por mis fracasos y por toda mi colección de ambiciones truncadas, y yo le subestimaba a él por ser un tirano de la vida moderna y sus anhelos competitivos, obviamente porque llegó un momento en el que llegamos a ser amigos; la misma estirpe generacional de los setenta, inquietudes similares y cretino conoce a cretino. Creo que fue por la tragedia y también por interés; dos buenos hijos de puta en mitad de las simpáticas viejas avaras, el clan de los gays del gym, Sebas el Cojo, Belén, el pequeño Sidi, y que no falten los putos locos de Hortaleza. Eso de la afinidad, las conexiones, está muy bien, entiéndame ustedes. 
Matusalén no trabajaba ni de detective ni de chuloputas, aunque lo pareciera. Era tan guay que se lo había montado de directivo de una empresa de vanguardia relacionada con actividades culturales, nada de financieras ni aseguradoras, para eso vestía como Serpico, para montar exposiciones de fotografía de la vida de los gitanos y el trigésimo homenaje a Camarón.  Y un buen día amaneció Madrid con un día pulido de azules claros y una luz fascinante que arrebataba las tristezas tras las últimas lluvias de marzo; y como la primavera empezaba a enseñar las tetas, nos sentimos livianos de dolor y decidimos irnos a emborrachar juntos.
Los preámbulos de un día así son siempre prometedores y son la efímera victoria de un día que poco a poco nos irá trasladando al fracaso. Tomamos unas cervezas al sol de una esquina de la Cava Baja. En un momento dado una chica guapa que posiblemente sea actriz en paro y dependienta de tienda le mira con una media sonrisa, ciertamente alegre, comprometida con esta mañana laspislázuli, aventurada a conocer a Matusalén, que abre las manos al cielo al modo profeta y  siente la salvaguardia del dolor. Creo que me sentí orgulloso de él, incluso le juzgué como buena carnaza para ligar con las chicas bonitas de La Latina; hablar, flirtear con la chicas en un segundo plano, sin búsquedas alarmistas ni banales acosos y derribos de la noche de Madrid. Cómo señores, coño, le dije en un momento dado, una exposición sin premeditación, manteniendo un estatus, que no somos borrachos salivosos. 
El problema no fue que cuando los azules se fueron apagando hacia la noche nos hubiéramos convertido en borrachos babeantes, sino que nos habíamos transfigurado a borrachos tristes. Al ir a pagar el cuarto Glenfiddich con hielo se le cayó una foto de la cartera. Era un niño precioso, un príncipe de cinco años con los cabellos rubios y los ojos del cielo de la mañana. De entrada supe que era mucho mejor que él, y mucho más inteligente y mucho más feliz.  Y también entendí sus egos y sus razones de hijodeputa; Carlitos se había muerto en una mala hora de una mala mañana en un puto hospital y había sido el hijo de Matusalén Santander. Le había dado tiempo a besar la piel caliente de 40 grados de fiebre y sentir aferradas las manos más suaves y hermosas del mundo, y también a trasladar la cajita blanca como si fuera un bebé de madera. Entonces le callé con un abrazo y un trago de tres dedos de whisky y tuve la certeza de que querría a ese adorable hijo de puta todos los días de mi vida. Parecíamos dos idiotas lúgubres en mitad de la barra del Viajero guillotinando la felicidad del sábado por la noche. Y cuando una gran tragedia arruina el resto de las fatalidades es hora de irse a beber a casa. 




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