viernes, 1 de febrero de 2013

Metro de Madrid Vuela (16).-


Voy en el Metro, dirección Lavapiés. Cuando el tren se detiene en un túnel los minutos son la incertidumbre y la ansiedad por llegar al destino. Mientras, una marabunta, tan universal y mundana como la propia Madrid se concentra en unos veintisiete metros cuadrados con la derivada condensación de alientos y sudores, desde Quito a Copenhague, desde Alonso Martínez a Lavapies.
Yo tengo la extraña costumbre de apoyarme en una de las puertas, porque si tomo asiento me doy pena a mí mismo y me da fatiga y tristeza la vida de la gente que tengo delante. Coño, que me deprimo. Me siento a salvo de pié, pero en este momento no puedo mirar a la gente por encima del hombro y juzgar sin dolor sus vidas porque tengo en la cara la melena afro de una negra de la República Dominicana más bien pureta y más bien estropajosa. Y es una sensación de cosquilla desagradable tener acaparado el rostro por unos rizos finos, como de área genital. Créanme, es realmente irritante a no ser que sean ustedes muy fetichistas de este tipo de cosas.  Entonces recuerdo aquella vez en otro vagón cuando una pobre señora con una severa discapacidad mental se puso a gritarme porque la estaba empujando arrojado por mi vecino precedente de tren, y pasé mucha, mucha vergüenza, callado y triste como un cordero degollado. Puto Metro. 
A mi izquierda tengo unos guays del barrio de Salamanca. Ella habla de los cócteles del Ten Con Ten y del servicio del Richelieu. No es rica ancestral, eso lo veo yo en cero coma. Es guapa, ordinaria, tiene mechas en las puntas, una nariz fabricada al estilo Angelina Jolie, una boca perfecta, es decir pequeña y ligeramente carnosa y unos ojos acuosos de alcohólica bien posicionada. En líneas generales está bastante buena. Pienso que a Belén tal vez le gustaría ser como ella. Como una Lomana de treinta y cinco. Él es el doble de Montoro, y con ello queda dicho todo. Desde luego, me queda claro que no folla desde la belleza y el charme. 
Nos movemos cinco centímetros arriba, cinco abajo, y atenúa la tortura el hecho de ser viernes y la circunstancia de que si este cacharro se mueve, igual encuentro el paraíso entre las cervezas y las camareras del Automático, en la calle Argumosa. En estos diez minutos hemos vivido todos un poco de holocausto y nos ha quedado claro que valemos poco como sudor y como aliento, y como recua de animales; y al minuto dos, han salido a escena los ingenieros; les quiero decir, esos tipos que se pasan especulando toda la puta vida, igual de una avería que de un tomate. Uno habla del carburador, otro que el tren se ha de detener en una vía, no en un túnel, que es una vergüenza, otro de la falta de revisiones porque no hay financiación de la Comunidad. Tocátelas a gusto. También todo vagón que se precie tiene un hooligan y hay una especia de chapero rumano golpeando la puerta violentamente con los nudillos. Montoro lo tiene claro, y no le falta razón: ese tío es tonto, porque si la puerta se abre qué coño vas a hacer en mitad de un túnel de vía doble, igual te mueres en poco tiempo, mejor aquí.
A continuación aparecen los reclamantes, que Metro Madrid les debe pagar las horas que han perdido. Qué pereza, los especuladores y los querellantes. Y pasan los minutos, y recuerdo aquella tragedia de Madrid Arena, basta un fallo o un puto loco perdiendo el control, queriendo romper las ventanas, pisando a la gente, para que tengamos un episodio severo; cuando nos convertimos en una raza codiciosa que quiere vivir a pesar del odio a los otros. Qué poco mola el mundo, la vida, en un tren parado en mitad de un túnel.
De repente me cruzo la vista con una chica de unos veinte años. Y postergamos la mirada más allá de lo convencional. Yo no soy Humbert pero sus ojos son un oasis y en un ambiente desagradable ayudan. Son magnéticos y verdes y no pienso retirarle la mirada hasta que ella dilate a otro lado. Veo su temor. Creo que la perseverancia ha durado unos treinta segundos y eso es bastante. Me siento a salvo, y creo que los dos tenemos derecho al refugio entre los ingenieros y los especuladores El tren arranca. En unos minutos estaré mirando a las camareras del Automático, y eso es un páramo en el abismo de la ciudad, me parece.



2 comentarios:

  1. Qué bueno ese instante de cruce de miradas y, en ellas, con ellas, descargar la tensión y, con resignación, encontraros como en la misma balsa de la medusa en la que ambos como tripulantes os reconocéis siéndolo. Ese instante de dulce alivio que te bañas en su color verde y te/os reconoces semejantes y, de alguna forma, encantados.
    habría mucho que decir de ese momento de distensión ocular y consentida. ¿Ella, no esperaría una respuesta o una palabra? Creo que a veces sí; clara la voz, aclara la voz la próxima vez, con quien sea y sea corta la conversa como para dejar un regusto aún más dulce y así saberos que ambos probasteis ese momento de sabor azucarado en ese tumulto de amargo túnel.
    Yo también uso la puerta, no sólo para lo evidente; para apoyarme viajando en el marco de sus esquinas.
    Si puedo esta tarde comenzaré un reportaje sobre el cine Callao y la arquitectura del 25 en adelante...¿Te haría un café de charla sobre las cinco? Me toca a mí el convite...
    [Ando un poco escaso de tiempo últimamente, hoy me lo tomo]
    Breves saludos, Javier.

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